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asno discreto, que aquel mancebo no era Hemo, ladrón famoso, mas que
era Lepolemo, esposo de la doncella: porque procediendo en sus palabras,
que ya un poco más claramente hablaran, no curando de mi presencia,
estuvieron hablando muy quedo, y él dijo:
-Tú, señora Carites, mi dulcísima esposa, ten buen esfuerzo, que todos
estos tus enemigos te los daré presos y cautivos en las manos.
Y diciendo esto, no cesa de darles el vino, ya mezclado y algo tibio, con
mayor instancia; de manera que ellos estaban ya lijados del vino y de la
violencia y muchedumbre de él; él se abstenía de no beber, y por Dios que
a mí me dio sospecha que les habría echado dentro de los cántaros del vino
algunas hierbas para hacerles dormir; finalmente, que todos, sin que uno
faltase, estaban sepultados en vino, y algunos de ellos aparejados para la
muerte. Entonces, Lepolemo, sin ninguna dificultad y trabajo, puestos ellos
en prisiones y atados en ellas como a él le pareció, puso encima de mí la
doncella y enderezó el camino para su tierra, a la cual llegamos. Toda la
ciudad salió a ver lo que mucho deseaban: salieron su padre y madre y
parientes, cuñados, servidores, criados y esclavos, las caras llenas de gozo,
que quien lo viera pudiera ver muy bien una gran fiesta de personas de todo
linaje y edad: que, por Dios, era un espectáculo digno de gran memoria ver
una doncella triunfante encima de un asno. Yo también, como hombre
varón, porque no pareciese que era ajeno del presente placer, alzadas mis
orejas e hinchadas las narices, rebuzné muy fuertemente, y aun puedo decir
que canté con clamor alto y grande.
Capítulo III
Cómo, celebradas las bodas de la doncella, se pensó con gran consejo qué
premio se daría a Lucio, asno, en recompensa de su libertad; donde cuenta
grandes trabajos que padeció.
Después que la doncella entró en casa, los padres la recibieron y
regalaban como mejor podían. Lepolemo tomome a mí con otra
muchedumbre de asnos y acémilas de la ciudad y tornome para atrás,
adonde yo iba de buena gana, porque tenía mucha gana y deseo de tornar a
ver la prisión y cautividad de aquellos ladrones, a los cuales hallamos bien
atados con el vino más que con cadenas; así que nosotros, cargados de oro
y plata y otras cosas suyas, que nada les dejaron, tomaron a los ladrones
atados como estaban, y a los unos envueltos los lanzaron de esos riscos
abajo, otros degollados con sus espadas se los dejaron por allí. Con esta tal
venganza, alegres y con mucho placer, nos tornamos a la ciudad, adonde
pusieron todas aquellas riquezas en el tesoro y arca pública de ella; y la
doncella diéronla a Lepolemo, su esposo, como era razón y derecho. Desde
allí, la dueña, que ya era casada, me buscaba a mí y me nombraba como a
su guardador, que le había librado de tanto peligro, y ese mismo día de las
bodas me mandó henchir el pesebre de cebada y poner heno tan
abundantemente que bastara para un camello. Cuántas maldiciones podría
yo echar ahora a mi Fotis, que es merecedora de ellas y de la ira de los
dioses, porque me tornó en asno y no en perro, porque veía por allí los
perros hartos de aquellas reliquias y sobras de la boda y de la cena muy
abundante. Después de pasada la primera noche de boda, la recién casada
no se le olvidó, así cerca de sus padres como de su marido, de darme
muchas gracias, rogando que le prometiesen de hacerme mucha honra; para
lo que, llamados otros amigos de seso y edad, les preguntó qué consejo
darían como pudiese remunerar tanto beneficio como de mí había recibido,
y uno dijo que me tuviesen encerrado en casa sin que cosa alguna hiciese y
me engordasen con cebada y habas y buena cama; pero venció a éste otro,
que miró más a mi libertad, diciendo que me echasen al campo con las
yeguas, y que allí, andando a mi placer, holgando entre ellas, daría a mis
señores muchas mulas y buenas; así que llamaron al yegüerizo, habláronle
muy largamente y con gran prefación de palabras entregáronme a él que me
llevase; adonde, por cierto, yo iba muy alegre y gozoso, creyendo que ya
había renunciado el trabajo y cargas que me solían echar; además de esto,
me gozaba que me habían dado aquella libertad en principio del verano,
cuando los prados estaban llenos de hierbas y flores, donde pensaba hallar
algunas rosas, porque me subía un continuo pensamiento que, habiendo
hecho tantas honras y dado tantas gracias a un asno, que tornándome en
hombre humano, con muchos mayores y más beneficios me honrarían. Mas
después que aquel yegüerizo me apartó y llevó lejos de la ciudad, ningunos
placeres ni ninguna libertad yo tomé; porque luego su mujer, que era
avarienta y muy mala hembra, me puso a moler en una tahona, y con un
palo nudoso me castigaba de continuo, ganando con mi cuero para sí y para
los suyos; y no solamente era contenta de fatigarme y trabajar por causa de
su comer, pero matábame moliendo continuamente por dineros el trigo de
sus vecinos, y por todos estos trabajos y fatigas no me daba a comer la
cebada que habían señalado para mí, mezquino, la cual tostaba ella y me la
hacía moler con mis continuas vueltas y la vendía a esos vecinos cercanos,
y a mí, que andaba atento todo el día al continuo trabajo de la tahona, a la
noche me ponía unos pocos de salvados sucios y por cernir, llenos de
piedras, que no había quien los pudiese comer. Estando yo bien domado
con tales penas y tribulaciones, la cruel Fortuna me trajo a otro nuevo
tormento; conviene a saber: que como dicen yo me gloriase haber sufrido
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