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-Pero... -se alertó Ramiro, intuyendo una trampa-. Pero los policías del patrullero que nos
detuvo confirmaron haberme visto con Tennembaum a las tres y pico.
-Así es. Pero ella dice que usted regresó a su habitación y que juntos vieron cómo
Tennembaum se iba en el Ford, completamente borracho. Por supuesto, no le creemos ni una
palabra, pero es una declaración y por ahora lo salva.
-¿Por ahora?
-Claro -dijo Almirón, fría, lentamente-, porque me da en la espina que nos vamos a volver a
ver. Salga.
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XIX
En la guardia le devolvieron todas sus cosas, que recibió como un autómata. Cuando salió por
la puerta que le indicó Almirón, se miraron unos segundos; el policía pareció decirle, con los
mismos ojos fríos, que no se le ocurriera pensar que todo había terminado. Ramiro quiso decirle
que no daba más, que estaba exhausto.
En la recepción del edificio, sentadas en una larga banca de madera y recostadas contra la
pared, estaban su madre y Carmen, las dos en silencio, llorosas, vestidas de negro. Junto a ellas,
con las piernas cruzadas y fumando despreocupadamente, aunque con el aire circunspecto que le
daba un traje Príncipe de Gales de poplín, estaba Jaime Bartolucci, un abogado amigo que había
sido su compañero en la secundaria. De pie junto a una ventana que miraba a la calle, con sus
vaqueros ajustados y una breve remera verde, de mangas cortas, que se apretaba a sus formas
todavía incipientes, Araceli controlaba la puerta de la guardia con los brazos caídos, las manos cru-
zadas sobre el pubis y su mirada lánguida.
Cuando lo vio salir, pareció despertar. Corrió hacia él y se le colgó del cuello, besándolo y
diciéndole mi amor, mi amor ; en voz muy alta, que pareció encontrar un sonoro eco en el salón.
Ramiro se quedó rígido, avergonzado. Carmen se largó a llorar histéricamente, sonándose con un
pañuelito, y Jaime se puso de pie como impulsado, por un resorte. María fue hacia él, moviendo la
cabeza:
-Qué hiciste, Ramiro... -se lamentó.
Mientras, Araceli se soltó, lo tomó del brazo y le explicó, en la misma voz alta, segura:
-Les dije toda la verdad, mi amor, que estuviste toda la noche conmigo y que estamos
enamorados.
Ramiro tragó saliva y suspiró profundamente. Cuando salieron, supo que Almirón lo miraba
desde algún lado, y le pareció recordar -o escuchar- vagamente un chamamé.
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CUARTA PARTE
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Y lo que no sabes es lo único que sabes, y lo que posees es lo que no posees.
Y donde estás es donde no estás.
T. S. ELIOT
Miércoles de ceniza
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XX
Se pasó todo el día en la cama. El ruido del ventilador de pie lo ayudó con una ligera sensación
de bienestar. Pero la somnolencia lo fue ganando. Durmió, tuvo pesadillas, se despertó, muchas
veces. No quiso levantarse al mediodía para comer. Volvió a despertarse a las tres y media de la
tarde, y a las cinco, y cada vez decidió seguir durmiendo.
Era el atardecer cuando encendió un cigarrillo y se quedó mirando cómo la luz del día se
apagaba del otro lado de las persianas metálicas.
Se sentía deprimido. Momentáneamente se había salvado, sí, pero recordaba la advertencia de
Almirón: Usted sigue en una situación de mierda Y tenía razón. Todo estaba en contra: en primer
lugar, atrapado por Araceli, a la que no amaba ni mucho menos. En segundo lugar, no había
evitado el escándalo, porque ya en los diarios de esa mañana -que había leído antes de dormirse- se
lo vinculaba, elípticamente, al posible asesinato de Tennembaum. El Territorio y Norte, los dos
diarios locales, daban mucho despliegue al caso. Nunca había crímenes resonantes en el Chaco, y
éste era un asunto precioso para ellos. Era previsible que al día siguiente, aunque después se lo
desvinculara, su nombre volvería a aparecer. ¿Y cómo explicarían, después, que estaba fuera del
caso? ¿Y qué dirían Gamboa y Almirón, que ayer habían asegurado que estaban sobre pistas
seguras y que de un momento a otro atraparían al asesino? ¿Qué asesino mostrarían a la prensa?
Porque ellos habían descartado, también ante los periodistas, que se tratara de un accidente,
mucho menos de un suicidio. No había una imputación desmesurada contra él, pero, de hecho, su
nombre aparecía involucrado. Cierta cuota de escándalo era ya imparable. Resistencia no
escatimaría lengua para un caso así.
En tercer lugar, aunque se desligara bien del asunto, para las autoridades universitarias eso
podía ser definitivo. Peligraba, no podía ocultárselo, su nombramiento. Máxime porque no se había
mostrado cooperativo, sino todo lo contrario, con Gamboa Boschetti. Y éste había sido claro: Usted
no está siendo admitido en la universidad sólo por sus estudios, ni por sus títulos . ¿Qué diría, hoy,
a los periodistas, el jefe de Policía? ¿Que se habían equivocado? Eso era ilusorio. No darían a la
prensa la versión de Araceli, naturalmente, porque se trataba de una menor y porque la policía
quedaría en ridículo. Pero ese temible teniente coronel era capaz de cualquier nuevo golpe bajo.
Y no podía huir. ¿Volver a París? Imposible: no tenía dinero. Y aunque lo tuviera, Gamboa y
Almirón lo harían seguir en Buenos Aires, por la Federal, y le obstruirían la revalidación del
pasaporte. Francia no era un país limítrofe, precisamente. Pero sobre todo, estaba claro que
mientras no tuvieran un asesino -y no lo podían tener- él iba a seguir en la mira. Lo había dicho ese
hombre: lo tenían todo controlado.
¿Y Araceli? ¿Por qué había hecho todo eso? Estaba loca esa chica. Una especie de Mefistófeles,
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de veras, y no era para reírse. ¿Por qué lo había salvado, con esa coartada indestructible, si
evidentemente ella sabía que él había matado a su padre? ¿Era un monstruo, esa muchacha?
Loca o monstruo, se dijo, era de temer, porque lo tenía atrapado. Porque evidentemente ella lo
sabía todo; y ahora lo salvaba, sí, pero él jamás podría confiar en ella. De hecho, estaba
entrampado. ¿Y si estuviera haciendo todo eso, justamente para vengar la muerte de su padre y la
violación de que había sido objeto? Podría ser... ¿Y como se vengaría? ¿Qué le haría a él? ¿Matarlo?
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