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convento de los Camaldulenses, debaten durante varios días qué vida
es la mejor, la activa o la contemplativa.
Pedro de Médicis, hijo de Lorenzo, instituye una discusión acerca
de la verdadera amistad, en Santa María del Fiore, y propone, como
premio al vencedor, una corona de plata. Entonces se ve a los prínci-
pes del comercio y del Estado reunir en torno suyo a los filósofos, a los
artistas, a los sabios- ya Pico de la Mirandola, Marsilio Ficino, Poli-
ciano; ya Leonardo de Vinci, Merula, Pomponio Læto-, para conversar
con ellos en una sala adornada de preciados bustos, delante de los ma-
nuscritos hallados, cifra de la antigua sabiduría, con lenguaje escogido
y galano, sin etiqueta ni trabas por las diferencias de condición; en
aquella curiosidad conciliadora y generosa, que, al ensanchar y ornar
la ciencia, transforma el recinto de las disputas escolásticas en una
fiesta de espíritus elevados.
No es, pues, extraño que la lengua vulgar, casi abandonada desde
los tiempos de Petrarca, produzca en este momento una nueva literatu-
ra. Lorenzo de Médicis, el principal barquero y el primer magistrado
de la ciudad, es también el primero de los nuevos poetas italianos.
Junto a él Pulci, Boiardo, Berni, más tarde Bembo, Maquiavelo,
Ariosto, son los modelos definitivos y perfectos del estilo acabado de la
poesía seria, de la fantasía grotesca, de la fina alegría, de la sátira
mordaz y de la profunda reflexión. Por bajo de estos poetas una mul-
titud de cuentistas, burlones y vividores- Molza, Bibbiena, más tarde
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Hipólito Adolfo Taine donde los libros son gratis
Aretino, Franco y Bandello- logran las mercedes de los príncipes y la
admiración pública con su donaire, sus fábulas y sus agudezas. El so-
neto corre por todas las manos como un instrumento de alabanza o de
sátira. Los artistas los cambian entre sí: cuenta Cellini que cuando
apareció su  Perseo recibió veinte el primer día.
No había entonces fiesta ni banquete sin poesía; en una ocasión el
Papa León X entregó 500 ducados al poeta Tebaldeo por un epigrama
que le había agradado. En Roma otro poeta, Bernardo Accolti, era tan
admirado que, cuando hacía una lectura pública, las tiendas se cerra-
ban para venir a escucharle; leía en un gran salón, a la claridad de las
antorchas; los prelados asistían rodeados de guardias suizos. Este
poeta fue llamado el Único, y aunque sus versos, ingeniosos en exceso,
se hallaban esmaltados de refinados concetti y de todas las galas lite-
rarias, semejantes a las florituras con que adornan los cantantes italia-
nos, hasta los aires más trágicos, eran tan bien entendidos del
auditorio, que los aplausos estallaban en toda la sala.
He aquí una cultura del espíritu en alto grado de delicadeza y al
mismo tiempo muy generalizada; es nueva en Italia y aparece allí al
mismo tiempo que el nuevo arte. Querría que tuvieseis una impresión
más directa, no por unas cuantas frases aisladas de este momento, sino
por un cuadro completo, con su propio ambiente. Sólo un caso deter-
minado puede proporcionar ideas más concretas.
Hay un libro de época que hace el retrato del perfecto caballero y
la perfecta dama, es decir, de dos personajes que los contemporáneos
pueden escoger como modelos. En torno de estas figuras imaginadas
se mueven, a diversa distancia, los seres reales. Tenéis ante vuestras
miradas un salón del año 1500, con sus concurrentes, sus conversacio-
nes, su decoración, sus danzas, su música, sus frases oportunas, sus
discusiones; en verdad, más decente, caballeresco e idealizado que los
salones de Roma o Florencia, pero, a pesar de todo, pintado con gran
realidad, excelente para mostraros en nobles actitudes el grupo más
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Filosofía del arte donde los libros son gratis
exquisito y más puro de personajes cultos y elevados. Para evocar todo
esto basta leer Il Cortegiano del conde Baldasara Castiglione.
El conde Castiglione había estado al servicio de Guido de Ubaldo,
duque de Urbino, más tarde de su sucesor Francisco María della Rove-
re, y escribió este libro como recuerdo de las conversaciones que había
oído en el palacio de su primer señor. Como el duque Guido estaba
casi baldado por los reumas, cada noche la pequeña corte se reunía en
los aposentos de su esposa, la duquesa Isabel, persona de mucha virtud
y gran talento. En torno de ella y de su amiga más querida, la señora
Emilia Pía, se agrupaban toda suerte de hombres distinguidos, llega-
dos de diversas partes de Italia: el propio Castiglione, Bernardo Ac-
colti d Arezzo, célebre poeta; Bembo, más tarde secretario del Papa y
Cardenal; el señor Ottaviano Fregoso, Julián de Médicis y otros mu-
chos; el Papa Julio II también se detuvo allí algún tiempo en uno de
sus viajes.
El lugar y las circunstancias de la conversación eran de todo
punto dignas de tales personajes. Reuníanse en un magnífico palacio
construido por el padre del duque y que, según  opinión de muchas
gentes , era el más hermoso de Italia. Los aposentos hallábanse es-
pléndidamente decorados, con piezas de orfebrería, tapices de oro y
seda, estatuas y bustos antiguos de mármol y bronce, pinturas de Piero [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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