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Boco, vase a Jugurta con gran número de gente, y
juntos los dos ejércitos acometen a Mario, que esta-
ba ya en marcha para tomar cuarteles, cuando que-
daba poco más de una hora de día, por parecerles
que la cercana noche les servirla de abrigo en caso
de ser vencidos, y si salían con victoria, no les sería
de estorbo para usar de ella, por ser prácticos del
terreno; y que al contrario, los romanos, en uno y
otro caso, se habían de hallar muy embarazados con
la oscuridad. Lo mismo, pues fue recibir el cónsul
los avisos de que venía el enemigo, que tenerlo ya
sobre sí; y antes de formarse nuestro ejército y de
recogerse el bagaje, en suma, antes que pudiese dar-
se la señal, ni recibirse orden alguna, los caballos
moros y gétulos arrójanse sobre los nuestros, no
escuadronados ni en forma de batalla, sino a pelo-
tones, según la casualidad los había juntado, y aun-
que al principio con la impensada alarma lograron
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conturbarlos, recobrándose luego y volviendo a su
acostumbrado valor, toman las armas para defen-
derse a sí y dar lugar a que otros las tomasen; parte
monta a caballo y va a encontrar al enemigo; de
suerte que más que batalla parecía la acción sorpresa
de ladrones; infantes y caballos sin orden y sin ban-
deras andaban mezclados y revueltos, matando a
unos, hiriendo a otros y cogiendo por las espaldas a
muchos que peleaban gallardamente con los ene-
migos, sin que ni su valor ni sus armas pudiesen
defenderlos, por ser éstos superiores en número y
hallarse por todas partes. Finalmente, nuestros vete-
ranos aguerridos, y a su ejemplo los nuevos, cuando
los juntaba el lugar o la casualidad, formaban un
círculo, y así escuadronados y defendidos por todas
partes, sostenían el ímpetu del enemigo.
Ni Mario en un conflicto tan grande se ame-
drentó o mostró menos valor que por lo pasado,
sino antes bien, girando por todas partes con su
escuadrón, compuesto, no de sus más allegados,
sino de los más valerosos, socorría unas veces a los
que peligraban, otras rompía por medio de los ene-
migos donde estaban más apiñados, haciendo con la
mano señas a sus soldados para que se animasen,
pues en aquella turbación no podían entenderse sus
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órdenes. Habíase ya acabado el día y ni entonces
aflojaban los bárbaros; antes bien, según les habían
prevenido sus reyes, por creer que la noche les sería
favorable, cargaban con mayor furia. Mario en aquel
estrecho toma su resolución lo mejor que puede; y a
fin de que los suyos asegurasen la retirada, ocupa
dos collados poco distantes entre sí, de los cuales el
uno, aunque no era capaz de todo el ejército, tenía
una gran fuente; el otro era muy a propósito para
acampar, porque como gran parte de él fuese pen-
diente y quebrado, necesitaba de poca fortificación.
Hace apostar por la noche a Sila junto al agua con
su caballería; reúne poco a poco por sí mismo a los
soldados derramados, aprovechándose del no me-
nor desorden de los enemigos, y después se retira a
todo andar con los suyos al collado. De esta suerte
los reyes, no pudiendo seguirle por lo escabroso del
sitio, vense obligados a dejar el combate; pero no
permiten que sus gentes se alejen; antes bien, cer-
cando con su muchedumbre ambos collados, se
alojan esparcidos a la redonda, y después encen-
diendo muchos fuegos, pasan lo más de la noche en
alegrías a su modo con grandes voces y algazara.
Hasta los mismos capitanes estaban muy ufanos, y
sólo porque no habían desamparado el campo de
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batalla se tenían por vencedores. Todo esto que los
romanos entre la oscuridad y desde la altura que
ocupaban veían claramente, les infundía grande
aliento.
Pero en especial a Marío, el cual asegurado de la
poca pericia militar de los enemigos, manda obser-
var un silencio profundo y que ni aun toquen las
trompetas, según se acostumbraba al mudar las
guardias. Después, cuando ya quería amanecer e
hizo juicio de que los enemigos estarían cansados y
vencidos del sueño, manda que las rondas, los
trompetas de las cohortes y legiones y los cornetas
de la caballería toquen a un mismo tiempo, y que los
soldados con gran gritería salgan de los reales. Los
moros y gétulos, despertando repentinamente con
tan extraño y horrible estruendo, no acertaban a
huir ni a tomar las armas, ni obrar podían, ni dar
disposición alguna; de tal suerte los traía desacorda-
dos el alboroto y clamor, no menos que la turba-
ción, el terror y espanto, y el ver que de los suyos
nadie les socorría, y que los nuestros más los estre-
chaban. Finalmente, todos fueron desordenados y
puestos en huida, sus armas y banderas en la mayor
parte tomadas, y el número de los muertos fue ma-
yor en sola aquella batalla que en todas las pasadas,
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porque el sueño y el extraño pavor impidieron la
fuga.
Mario prosiguió su camino a los cuarteles, que
había resuelto tener cerca de la costa, por la como-
didad de los bastimientos, sin que la victoria le hi-
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